En la terraza superior la
esperaba Tomás. Sobre una mesita baja, entre las tumbonas, había colocado un
vaso con una vela en su interior para protegerla del viento. A los lados, dos
vasitos llenos del líquido ambarino del ron miel. Se levantó al verla, le
tendió la mano a modo de invitación, y para Luisa el tiempo se detuvo.
—He traído una vela porque
quiero verte en todo momento —dijo con voz cargada de emoción—. Es nuestra
última noche juntos y pienso retenerla en mi memoria el resto de mi vida.
Ella tomó asiento frente a
él. Se tomaron las manos y se miraron a los ojos. Podían ver el dolor que
aquella situación les estaba generando. Todo había llegado a su fin. Al fin que
tanto habían temido, en el que nunca quisieron pensar. Al tomar un nuevo vasito
de ron, sus emociones se desencadenaron y Luisa, como jamás imaginó, tomó el
rostro de Tomás entre sus manos.
—Bésame, Tomás —pidió en un
angustioso susurro.
Quería llorar amargamente,
agarrarse a sus hombros y desafiar al mundo a que le arrebatara lo que sentía
que era suyo por derecho. Tomás agarró sus labios entre los suyos sin poder
aguantar lo que llevaba deseando hacer desde el principio: besarla, tenerla en
sus brazos. Poco a poco, saboreando los tiernos labios de la joven, consiguió
que los abriera para rozar su lengua con la de ella. Enseguida comprobó la satisfacción
que le produjo aquella caricia a Luisa, la cual hizo que su deseo aumentara.
Profundizó el beso, aquel dulce beso lleno de desesperación y de dolor.
Inclinándose, poco a poco se tumbaron los dos en la misma hamaca.
Aquel espacio estrecho era
lo que necesitaban. Un pequeño lugar para poder encontrarse el uno con el otro
más allá de los ojos, de las palabras y del contacto. Dejaron que sus almas se
amaran, en el lenguaje de las caricias, de los suspiros y el deseo. El joven
deslizó su mano por el muslo de Luisa llegando a sus glúteos.
Tomás se había sentido
torturado todos aquellos días viendo contonear las caderas de la joven, quien
seguía el patrón de la mayoría de mujeres canarias: delgada, de cintura
estrecha, poco pecho y generosas caderas cubiertas de redondeados glúteos. El
día que le preparó el baño, comprobó su debilidad por ella. Su corazón le
golpeó fuertemente el pecho al ver cómo el vestido mojado acentuaba su cuerpo.
Había sacado fuerza de
donde no creía tenerla para no despojarla de sus ropas y hacerla suya todas las
noches. Pertenecía a otro hombre. Luisa debía guardar respeto por su esposo, se
recordaba. A su desconocido y odiado esposo. Muchas noches, la imagen de ver a
Luisa con otro le atormentaba, por ello se conformaba con tenerla a su lado,
oliendo y sintiendo su presencia los días que el destino les había prestado.
Hasta aquella noche. El dolor de la separación hizo mandar al diablo todo,
dejando la razón a un lado y tomando lo que ambos querían.
Desabotonó la parte
superior del vestido. Sus cuerpos danzaban sobre el otro. Sus sexos se rozaban
haciéndoles jadear, siendo conscientes de la excitación del otro. Tomás hizo a
un lado la camisola de seda para tomar su pecho entre sus manos. Se lo
introdujo en la boca llevando a Luisa a la locura. Volvió a desandar el camino
de besos hasta la oreja de Luisa, cuando notó la humedad de las lágrimas en su
rostro. Dios santo, se dijo, soy un animal. Y comenzó a acariciar la cara de
Luisa con ternura. Creyó que las lágrimas de la joven eran de dolor, que había
sido muy brusco. En cambio, Luisa había llegado al clímax con tal velocidad e
intensidad, que la emoción la embargó. Cuando por fin volvió a la realidad, se
extrañó de las palabras que le susurraba Tomás:
—Lo siento, Luisa —decía—.
Soy un tarugo, una mala bestia. No quería hacerte daño.
—¿Daño? —se extrañó—. Ha
sido la cosa más linda que he sentido nunca.
—Pero si estabas llorando.
—¡Ay, qué boba soy!
—Comenzó a secarse las lágrimas—. Es de la emoción, Tomás.
Tomás sonrió aliviado. El
roce de sus cuerpos, junto a las caricias y besos, lograron un orgasmo en
Luisa. Cierto era que a él poco le faltaba para llegar. Habían sido muchas
noches reprimiendo sus impulsos, pensó Tomás. La pasión que sentían el uno por
el otro no parecía que tuviera fin, pero en aquel instante creyó oportuno
frenar aquella locura. Cayó en la cuenta de que podía dejarla embarazada
arruinando su vida de casada. Pero dejar de tocarla le era imposible, por lo
que continuaron besándose y acariciándose largo tiempo después.
—No sé qué voy a hacer sin
ti —le confesó Tomás.
—Pues te casarás —le
contestó con desazón—, y poco a poco olvidarás esta pequeña aventura que hemos
vivido.
—Eso jamás, Luisa —negó
rotundo—. No te olvidaré.
El rumor de las folías – Yara Medina
Hola Neftis un beso de Luisa y Tomás, ¡qué bonito! gracias por compartir.
ResponderEliminar¡Holaa!
ResponderEliminarAy que bonito el beso, no he leído el libro, pero ahora me entró curiosidad para leerlo jajaja
Un besoo
Hola guapa!! ha habido un beso y muchas más cosas. Es un trozo muy romántico y erótico que al final te deja un poco chof. Besos!!
ResponderEliminar¡Holaaa! vaya, qué intensidad en ese fragmento, ha sido increíble *-* tengo que ver de qué va el libro ;)
ResponderEliminar¡Besitos! :3