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viernes, 15 de diciembre de 2017

Besos de libro #174 El verano que aprendimos a volar (I)


—Ya estamos. —Me reí—. Qué obsesión, por amor de dios.
—Es culpa tuya. Me provocas.
Reí más fuerte.
—¿Yo te provoco?
Asier se paró y se dio la vuelta. Me miró de arriba abajo. Despacio. Sin perderse un detalle de mi anatomía. Su tentadora lengua asomó entre sus dientes y luego su labio desapareció tras ellos.
—Cantidad, Lara. Me provocas cantidad de pensamientos indecentes.
Se me puso la carne de gallina. Todo mi cuerpo se contrajo. Y, en concreto, una zona que se marcaba demasiado bien bajo mi camiseta de tirantes.
—¿Frío? —preguntó sin mirarme a la cara.
—Hambre —contesté—. ¿Y tú?
Bufó y levantó la vista hasta mis ojos sonriendo.
—Demasiada.
Soltó el agarre de las bolsas, dejando que cayeran al suelo de cualquier manera, y dio dos pasos hacia mí.
Supe que iba a pasar. Vi el propósito en sus ojos negros. Y las ganas en su postura. En la rapidez de sus movimientos. En su respiración entrecortada.
Me sujetó de la cintura y me atrajo hacia él. Nuestros cuerpos entraron en contacto. Nuestros pechos se rozaron. Nuestros alientos se confundieron hasta hacerse uno y, sin más preguntas, sin más palabras, me besó.
Él, él, fue el que cruzó la última frontera. Fueron sus labios calientes, decididos, los que buscaron los míos. Fue su lengua la que invadió mi boca sin pedir un permiso que no necesitaba. Él, él, me besó y yo supe, por fin, lo que era ser besada con sed. Con verdadero deseo. Sentí que, después de veintitrés años de existencia, había recibido mi primer beso. Que las otras veces, las otras bocas, los otros hombres habían sido meros ensayos.
Recuerdo vívidamente la sensación de alivio. Estaba pasando. Por fin estaba pasando, y era jodidamente bueno. Mucho mejor de lo que me había permitido fantasear. Asier sabía besar. Asier, maldita sea, era un maestro. Mi maestro. Y yo siempre fui una alumna aventajada.
Me esmeré cuanto pude. Sobre todo en disfrutar, después de lo que me parecía una eternidad, de su boca. Jugosa, fresca y pecadora a partes iguales. Atrapé su labio superior con los dientes. Él llevaba un rato martirizando el mío inferior. Nuestras lenguas se precipitaron, ansiosas, y gemí. Él también. Y me agarró con ambas manos las caderas, apretando su erección contra mi sexo.
—Si no paramos, no respondo —jadeó, deslizando sus labios por mi barbilla.
Besó mi cuello. El arco de mi mandíbula. La piel suave de detrás de mi oreja.
—Qué bien hueles, joder —dijo inspirando—. Hueles a vida. A pura juventud. Hueles de vicio… Y eso que no me gusta una mierda el coco. —Rio.
—Lo tendré en cuenta —murmuré buscando su boca.
—Ni se te ocurra —susurró, rozando mis labios con los suyos—. Nunca cambies por nadie. No merece la pena.
Me dio un beso apretado, soltó mis caderas y echó un paso atrás.

El verano que aprendimos a volarSilvia Sancho
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4 comentarios:

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