¡Valiente tutor estaba hecho cuando anhelaba, sobre todas las cosas,
llevársela a la cama!
Rogó mentalmente a Barbara que se apartara de él, que le recriminase su
atrevimiento. Aceptaría incluso que lo insultara pues sus dedos coqueteaban ya
con la trémula carne de su escote.
En lugar de evitar su contacto, la oyó suspirar y relajarse.
Y su control se fue al garete.
La levantó, tomó su rostro entre sus manos y su boca se apoderó de la de
ella, de unos labios que lo habían vuelto loco desde la primera vez que la
viera.
La alarma bloqueó a Barbara durante un instante. Solo un instante. Luego,
el calor de la boca de Maine, su sabor, el tacto de sus labios sobre los suyos
la arrojó a una espiral de deseo que la dejó aturdida. Era lo que había estado
deseando con vehemencia. No solo aceptó el beso, sino que lo devolvió, con tal
inexperiencia que hizo gemir al vizconde, lo empujó a la perdición y abrasó
cada molécula de su cuerpo.
La repentina y dolorosa erección que no fue capaz de reprimir, enloqueció a
Alan. Se encontró superado por un deseo tan voraz que no controlaba, sino que
le controlaba a él.
Porque estaba cruzando los límites y no quería.
Porque sentía por Barbara un deseo tan grande que le asustaba.
Porque había prometido no dejarse embaucar por una mujer y, en ese momento,
no era otra cosa que un tronco a la deriva.
Pero a pesar de sus dudas y de su cada vez menos férrea decisión de no
dejarse hechizar por ella, profundizó el beso. Barbara emitía gemidos que lo
estaban llevando al delirio, sus pequeñas manos subían y bajaban por su espalda
haciendo que se estremeciera.
Ella lo deseaba.
Lo deseaba y esa convicción le dolió más que si le hubiera rechazado.
¿Qué podía ofrecerle, cuando era incapaz de amar como ella se merecía? Sus
locos sueños de juventud, cuando se imaginaba compartiendo su vida con una
mujer a la que adorase y tener hijos que heredarían su título y sus
propiedades, quedaron enterrados junto al cuerpo de su padre.
«No acabaré como él», se repitió con fiereza, aunque esa obstinada decisión
se convertía en falacia mientras la seguía besando.
—Babs… —gimió sobre sus labios.
Ella se separó un poco para mirarle a los ojos. Los suyos estaban tan
brillantes que parecían a punto de romperse en mil pedazos.
—Bésame otra vez, Alan —le pidió.
Su nombre en sus labios casi le hizo llorar. Y la besó de nuevo. No podía
hacer otra cosa porque ya carecía de voluntad. Mientras lo hacía sus manos
ascendieron por los costados, tan inseguras como las de un muchacho, hasta
envolver los juveniles pechos. Los sopesó, los acarició con delicadeza por
encima de la tela del vestido, sus pulgares agasajaron la protuberancia de los
pezones que se volvieron duros como puntas de diamante.
Barbara dejó escapar el gemido más sensual que él hubiera oído nunca.
—Te deseo —le confesó—. ¡Dios mío, Babs, no te imaginas cuánto! Por favor,
para esta locura porque yo soy incapaz de hacerlo.
—No quiero pararla —dijo ella, mordisqueando su labio inferior—. Tengo
miedo, pero no quiero que acabe.
Alan estuvo a un paso de barrer con su brazo todo cuanto había en la mesa y
tumbarla en ella. No podía pensar con claridad, una especie de nube roja lo
estaba llevando hacia el abismo. Necesitaba tanto a Barbara que le dolía.
Al demonio con las normas de conducta.
Al demonio con las consecuencias posteriores de lo que estaba a punto de
hacer.
¡Al demonio con la promesa que hizo ante la tumba de su padre!
Quería tener a Barbara e iba a tenerla.
Gracias a Dios, la llamada a la puerta les devolvió la cordura a ambos.
Rivales de día, amantes de noche – Nieves Hidalgo