Besos de libro #186 El verano que aprendimos a volar (II)

—Pues me parece… —«Genial, fenomenal, chachipirulísticamente guay»—. Un planazo —concluí sonriendo mucho.

—Tus pecas bailan cuando sonríes. Me vuelven loco.

«Y tú a mí».

—Y tú a mí.

Mierda.

Me tapé hasta la boca con las manos. Que la tierra me tragase y me escupiera en Oropesa. Necesité llorarle a mi padre.

Asier se acercó, me quitó las manos de la boca y las acarició antes de colocarlas a ambos lados de mi cuerpo. Mi cara debía de ser un poema, pero él no dejaba de sonreír. Me acarició también los brazos, las mejillas y el pelo. Recorrió mi cara con sus ojos y me besó. Como solo se besa cuando lo que se tiene que decir no alcanza, no rebasa la garganta, no suena.

Me besó para decirme que cada vez era más grande lo que sentía por mí, que tenía ilusión y ganas, que me daba las gracias por tenerlas, por habérselas devuelto, que yo era la más bonita y que se sentía como un puto vencedor a mi lado. Me lo confesó todo una noche, inolvidable noche, tiempo después.

Aquel mediodía solo me besó. Y yo me enredé en su cuerpo, absorbiendo, llenándome de lo que me estaba ofreciendo, porque sabía que era mucho y bueno, aun no conociendo el significado exacto, aun sin mediar palabra.

El verano que aprendimos a volar – Silvia Sancho