—¡No quiero desafiarte, sino desalentarte!
—Podrías cubrir todos tus encantos bajo capas
y capas de porquería
con el peor de los hedores, que no lograrías desalentarme. Voy a demostrarte que esto puede ser tan
bueno o malo como nosotros queramos. —Los dedos ásperos se amarraron a sus costados y comenzaron a
zigzaguear entre las costillas, provocando que la piel se le erizara—. Si
deseas placer, lo tendrás.
Así.
Buscó su boca como el sediento busca el
agua. La obligó a
abrirla hasta recibir la plenitud de su lengua, sujetándola por el cuello para evitar que se
moviera en un intento de rechazo. Movió los labios para saborearla a placer. La provocó, y cuando ella respondió, la llenó por completo y la aprisionó entre los brazos hasta que sintió la dureza de los pezones como si
fueran agujas de punta afilada. Sin dejar de devorarle la boca, sus manos
descendieron a lo largo de la columna vertebral hasta desembocar en las nalgas
firmes de Munia.
Ella no se retiró. Se sorprendió a sí misma tratando de contenerse para no gritar de placer
cuando Hernán
apretó su
trasero con ambas manos, haciendo que uno de los dedos resbalara a lo largo de
su hendidura hacia abajo.
¡Lo deseaba! La verdad
inmutable era que todas las partes de su cuerpo palpitaban por él. Como si
hubiera nacido para ese momento. Como si su destino siempre hubiera sido aquel
hombre capaz de destrozar una puerta a hachazos, para después mostrarse tierno
y gentil.
—Así también —añadió Hernán,
masajeando la porción
de carne que abarcaban las enormes palmas de sus manos—. Tienes unas posaderas
casi divinas, mujer. Eres tan suave que me quitas el aliento. La vida entera.
Quiero entrar en tu cuerpo y no salir jamás.
Y quería que ella lo acogiera con el mismo
gozo. Respondía a
sus besos. Sus caricias la calentaban hasta el punto de sentirse húmeda de pasión. Pero sus manos permanecían inertes.
Hernán lo agradeció. Si ella hubiera intentado tocarle en
esos momentos, todas sus reticencias se harían gigantescas. Tan enormes que no podría controlarlas. Ni controlarse.
Le mordisqueó los labios hasta enrojecerlos todavía más y luego los recorrió con la punta de la lengua.
—Llevo días sin poder pensar en otra cosa que no
seas tú
—confesó—.
Me pasaría
la eternidad acariciándote,
solo por el placer de hacerte descubrir tus propias pasiones. Dime, ¿sigues
queriendo que sea rápido?
«¡No!», gritó su mente. Pero su cabeza asintió, y los ojos de Hernán se apagaron.
—Deseo concedido —sentenció.
Se apartó unos pasos sin ocultar su
contrariedad. Era tal la pena que parecía mostrar que Munia comenzó a llorar cuando él le ofreció la mano. Se quedó inmóvil, desprotegida ante él. Sollozando sin control.
Mirando aquellos dedos como si en ellos estuviera escrito su futuro.
Y lo estaba. Porque no podía resistirse a él. Ni a las promesas
que llevaba escritas.
—No llores —le murmuró con una voz cálida y envolvente—. Es algo que ambos
debemos hacer, Munia. Por ti. Por mí. Por los dos. Ven conmigo.
La mano seguía extendida. Los músculos del pecho de Hernán subían y bajaban casi al mismo ritmo contenido que los suyos.
Ella entrelazó su
mirada con la de él y decidió
aceptar la invitación.
El tacto era cálido,
seguro, reconfortante. Cubría
su mano con la misma ansia protectora demostrada la primera vez que la había tomado.
En aquella ocasión, examinaba sus callosidades. Ahora,
pretendía
examinar su alma.
Respirando hondo, comenzó a trazar círculos con el pulgar sobre el reverso,
hasta arrancar de ella una brevísima
curvatura de labios.
—Eso está mejor —afirmó, llevándose los dedos a la boca para repasarlos con la lengua
uno a uno.
Ella sintió una alarmante debilidad azotándola de pies a cabeza. El gesto fue
tan erótico
que terminó
por activar cada poro de su piel hasta que tuvo la sensación de que su cuerpo desprendía vapor, cuando la tumbó sobre el lecho para arrodillarse a su
lado.
Intentó recuperar el aliento, pero fue inútil. Sin pretenderlo, fijó los ojos en su entrepierna.
—Parece… enorme.
—E inevitable —se disculpó, apartando la mirada como si fuera un
muchachito inexperto que ocultaba su vergüenza. Buen Dios, eso era lo que
estaba haciendo, se dijo. Contemplar cómo era examinado tan abiertamente le provocaba temblores
de excitación y
miedo en cada rincón
de su cuerpo. Y el miedo era algo con lo que no estaba acostumbrado a lidiar.
Con un quedo gruñido,
volvió a
buscar sus ojos—. Aunque me gustaría saber si te agrada lo que ves, mujer. Si me miras de
ese modo, puedo pensar muchas cosas.
—Todas serían válidas. He decidido resistirme a ti.
—Pero no puedes.
Carraspeó antes de apartarse una distancia
insignificante, pero muy concluyente. Sobre todo para ella.
Cuando se encontró con la mirada gris, abrió la boca con sorpresa.
Vio sufrimiento. Algo
parecido a la timidez. ¿Miedo?
—Me temes… —murmuró, incapaz de creerse sus propias
palabras cuando comprobó
que el mentón
barbudo temblaba, a pesar de que él intentara disimularlo—. Me temes, guerrero.
—No más que tú a mí,
vascona.
Tiempo de lobos – Elena Garquin
Hola! Al ver fragmentos de los libros de esta autora me doy cuenta que me va a gustar mucho.
ResponderEliminarBesos!
hola,
ResponderEliminarque libro mas bonito, que parte mas linda nos has puesto. Una lectura que disfrute un monton, espero que en breve la autora publique el tercer libro.
besotes
Será posible... desde que leí el primero quería este pero no estaba... y va y sale y no lo leo, soy idiota jajajaj y más que Hernan me gustaba desde el primero xd
ResponderEliminarHolaa, gracias por compartir la escena, me parece que me suena el libro, así como que he visto la portada, da bastante curiosidad eso sí :P
ResponderEliminar¡Beesos! :3
Hola!! Es una excelente escena! Me lo apunto y espero poder leerlo pronto ^^
ResponderEliminarSaludos :D
El libro no me llama, pero gracias por la escena :)
ResponderEliminarUn besito ^^