—¿Cómo has...? —dijo, se
incorporó sobre un codo, y por fin emergió la indignación.
Lo empujé de nuevo sobre la
cama y le besé. Él emitió un sonido de sorpresa contra mis labios, me sujetó
por los brazos y me apartó.
—Escúchame, criatura
imposible —me dijo—. Soy más de un siglo mayor que...
—Venga, callaos ya —le
dije, impaciente; de todas las excusas que podía haberme puesto... Trepé por el
lado de la alta cama y me subí encima de él; cedió el grueso lecho de plumas.
Le clavé la mirada—. ¿Queréis que me vaya?
Sus manos se tensaron en
mis brazos. No me miraba a la cara. No dijo nada por un momento.
—No.
Y entonces tiró de mí hacia
él, sus labios dulces y febriles se lo llevaron todo por delante. No tuve ya
que seguir pensando. Sólo quedaba el calor de sus manos que se deslizaban por
el escalofrío de mis brazos desnudos y de nuevo me estremecían. Me rodeaba con
un brazo, sujeta con fuerza. Me cogió por la cintura y me levantó la blusa
suelta que llevaba. Agaché la cabeza para pasarla, me liberé los brazos de las
mangas, y el pelo se me derramó por los hombros; él soltó un gruñido, hundió la
cara en la maraña de mis cabellos y me besó a través del pelo: la garganta, los
hombros, los pechos.
Me aferré a él, sin
aliento, feliz y llena de un terror inocente que carecía de complicaciones. No
se me había ocurrido que él sería... su lengua se deslizó sobre mi pezón y lo
atrajo entre sus labios; di un leve respingo y me agarré a sus cabellos de un
modo probablemente doloroso. Se apartó, y sentí el frío repentino como una
sacudida cortante sobre la piel.
—Agnieszka —me dijo en voz
baja, profunda, casi con un deje de desesperación, como si aún quisiera
gritarme y no pudiese.
Hizo que rodásemos y nos
diésemos la vuelta en la cama, y me dejó caer sobre las almohadas, debajo de
él. Agarré con los puños su camisa y tiré de ella, frenética. Se incorporó, se
la quitó por la cabeza y la tiró, y yo me recosté y me quedé mirando el dosel
mientras él me subía el exasperante montón de ropa que formaban mis faldas.
Sentía una avidez desesperante, el apremio de sus manos. Durante tanto tiempo
había intentado no recordar aquel momento perfecto, impactante, en que su
pulgar se había deslizado entre mis piernas; pero cómo lo recordaba. Me rozó y
de nuevo me atravesó aquella dulce sacudida. Me estremecí entera, intensamente,
y de forma instintiva cerré con fuerza los muslos en torno a su mano. Quería
decirle que fuera más rápido, que fuera más despacio, que hiciera ambas cosas
al mismo tiempo.
La cortina se había vuelto
a cerrar. Estaba inclinado sobre mí, y sus ojos apenas eran un brillo en aquel
espacio cerrado y oscuro de la cama, y su silencio era atroz, mientras
observaba mi rostro. Aún fue capaz de rozarme con el pulgar, sólo un poco. Me
tocó una sola vez. Un ruido ascendió desde el fondo de mi garganta, un suspiro
o un quejido, y él se inclinó y me besó como si quisiera devorarlo, atraparlo
en su propia boca.
Volvió a mover el pulgar, y
dejé de hacer fuerza con las piernas. Me agarró de los muslos y los apartó, me levantó
la pierna alrededor de su cintura; todavía me observaba con mirada hambrienta.
—Sí —le dije, con urgencia,
tratando de moverme con él; pero él siguió acariciándome con los dedos—.
Sarkan.
—Un poco de paciencia no es
mucho pedir, sin duda —dijo, con un brillo en sus ojos negros.
Lo fulminé con la mirada,
pero él volvió a acariciarme entonces, con suavidad, e introdujo los dedos en
mí; trazó una larga línea entre mis muslos una y otra vez, en círculos en la
parte alta. Él me estaba planteando una pregunta cuya respuesta yo desconocía,
hasta que la supe; me contraje de repente y me incorporé, retorcida y húmeda
contra sus manos.
Volví a caer contra los
almohadones, temblando; me llevé las manos a la cabeza, a la enredada maraña de
pelo, y las presioné contra la frente húmeda, jadeando.
—Oh —suspiré—. Oh.
—Ahí lo tienes —dijo él,
complacido consigo mismo y con suficiencia, y me incorporé y le empujé hacia
atrás, hacia los pies de la cama.
Cogí la cintura de sus
pantalones —¡aún los llevaba puestos!—, y dije:
—Hulvad.
Se fundieron en el aire de
un tirón, y lancé mis faldas detrás de ellos. Yacía desnudo debajo de mí,
largo, delgado y con los ojos en un guiño repentino, las manos en mis caderas,
la sonrisita desaparecida ya de su rostro. Me subí en él.
—Sarkan —repetí, y retuve
el humo y el trueno de su nombre en mis labios como si fuese un premio, y me
deslicé sobre él.
Sus ojos se cerraron con
fuerza, apretados; casi como si le doliese; yo sentía un maravilloso peso en
todo mi cuerpo, recorrido aún por el placer en unas ondas cada vez más amplias,
una especie de dolor tenso. Me gustaba sentirlo profundo en mí. Él jadeaba en
largas respiraciones entrecortadas. Sus pulgares me presionaban con fuerza en
las caderas.
Me agarré a sus hombros y
me balanceé contra él.
—Sarkan —le dije de nuevo;
lo desplegué por mi lengua y exploré todos sus oscuros y extensos recovecos,
lugares ocultos en las profundidades; él gimió sin poder evitarlo y surgió,
contra mí. Le envolví la cintura con las piernas, aferrada, y él me rodeó con
fuerza con un brazo, me dio la vuelta y me dejó en la cama.
Un cuento oscuro – Naomi Novik