-Estás muy raro, Magnus.
¿Te duele algo?
-Sí.
Cleo alargó el brazo y, con
mano temblorosa, le apartó el pelo de la frente. Magnus levantó la cara y su
mirada se encontró con la de ella. No podía hablar; era incapaz de poner en
palabras todo lo que sentía. De modo que se quedó callado y siguió mirándola a los
ojos sin mascara ni protección alguna, mostrando toda la emoción y el caos que
guardaba en el corazón.
-Te amo, Cleo –dijo al fin,
dándose cuenta de que no era difícil pronunciar unas palabras en las que había
tanta verdad-. Te quiero tanto que me hace daño.
Los ojos de ella se
abrieron de par en par.
-¿Qué has dicho?
Magnus dejó escapar una
risa suave.
-Creo que me has entendido
a la primera –replicó.
Cleo se acercó más a él y
volvió a atusarle el pelo, húmedo por la nieve. Él se quedó petrificado al notar
su contacto. Apenas podía respirar; en su mente no había sitio para ideas ni
palabras, solo para el roce de los dedos de ella sobre su piel. Con audacia
creciente, Cleo siguió la línea de sus pómulos y su mandíbula, la cicatriz que
cruzaba su mejilla…
Su cara casi rozaba la de
Magnus; ahora estaban tan cerca que él sentía la tibieza de su aliento en los
labios.
-Yo también te quiero
–susurró ella-. Y ahora bésame, por favor.
Con un gemido gutural,
Magnus pegó su boca a la de ella y respiró su aroma, saboreando la dulzura de
sus labios y la suavidad de su lengua. Ella le devolvió el beso sin reservas,
con más pasión y profundidad aun aquella noche en Cima de Cuervo.
Necesitaba a Cleo, ansiaba
su contacto con una intensidad dolorosa. Su deseo por ella no había cedido ni
por un instante.
Cleo separó los labios y
Magnus se quedó paralizado de miedo. ¿Se estaría arrepintiendo? ¿Querría
rechazarlo? Pero, en vez de apartarse, ella volvió a mirarle a los ojos fija,
profundamente, con una seriedad arrobada.
Magnus rodeó su cara con
las manos y volvió a besarla. De la garganta de ella escapó un gemido ronco que
casi enloqueció a Magnus de deseo.
Separándose de nuevo, Cleo
se quitó el capote y luego desató el cordel que cerraba la blusa de Magnus. Se
inclinó para rozar su pecho con los labios, y él la agarró de los hombros para
detenerla.
-Cleo, por favor…
-Chissst –dijo poniéndole
un dedo delate de la boca-. No lo estropees; si hablamos, tal vez empecemos a
discutir otra vez.
Le sonrió, y él supo que
estaba perdido.
Cuando sus labios volvieron
a juntarse, Magnus abandonó el escaso control de sí mismo que el quedaba.